sábado, 6 de abril de 2013
Al límite de la fé.
Mientras miro la foto de una de una joven profesional que eligió dejar de existir, fluyen a mi mente recuerdos que estaban muy dormidos.
Una enfermera de unos 30 años que pasaba de la risa a una ira incontenible en minutos. Tenía vendajes en sus muñecas y llevaba ya un tiempo en aquel lugar. También me quedó grabada la dulzura de una adolescente rubia de ojos claros, extremadamente delgada por su anorexia; Me hacía lindos dibujos en mi agenda y los coloreaba con marcadores y brillantinas, cuando se enfurecía , no bastaba la fuerza de 5 hombres para desprenderla de su víctima. Que distinta se veía después, medicada y atada a una cama como si estuviera inerte.
También estaba “ el indio “, un apuesto muchacho poco comunicativo que llevaba varias entradas en poco tiempo. Daba la impresión de estar muy cómodo allí y sin ninguna prisa por irse. Nunca lo vi triste, ni colérico ni eufórico y era muy selectivo para compartir una pequeña charla o un cigarrillo o algún otro privilegio.
Otra chica que no llegaba a la mayoría de edad contaba ya con algunas medallas de plata en campeonatos de gimnasia. Gastaba su tiempo y energías corriendo y haciendo flexiones tanto en los patios como adentro. Su único objetivo, sino una obsesión, era acceder a la carrera militar y trasladarse a lugares donde hubiera acciones bélicas. De hecho, la forma de abordarla era tratando el tema que a ella le importaba, la guerra. Compartí mi habitación con una señora de unos 40 y tantos años que dijo ser administrativa en un juzgado, tenía la mirada tan perdida como su esperanza y el tono de voz suave y apagada para preguntar porque estaba allí.
Estos recuerdos son algo vagos, incluso he olvidado los nombres de casi todos ellos, menos uno el de Rosario. Ella era menuda, de melena rubia y aspecto elegante y representaba unos cuarenta años a lo máximo. Sonrío al recordar que me puso un nombre y no había forma de que me llamara por el mío propio; esta señora pasaba largos ratos sentada junto a la puerta de calle esperando ansiosa a que Roberto , el marido, viniera a buscarla, eso mientras recuerdo, nunca sucedió. Cuando no estaba en la puerta, se pegaba a mi como si yo le fuera muy familiar y se me hacía difícil despegarme de su acoso. Nos habíamos acostumbrado a verla charlando animadamente bajo un árbol o frente al televisor sobre su vida y preocupaciones, en realidad eran monólogos que sostenía con su ropa que amontonaba y luego doblaba amorosamente mientras le hablaba.
Debido a su estrecha relación conmigo y siendo su situación tan crítica, me atreví a preguntar cómo había llegado ella a ese estado y si acaso tendría solución. Así fue que me enteré que era supervisora en el departamento de recursos humanos de una conocida empresa nacional y que provenía de una familia de mucho prestigio.
Mirando la foto de esta profesional tan joven que terminó con su vida y debido a ciertas coincidencias en sus biografías, Rosario vino a mi memoria junto con los otros personajes antes mencionados. Su desorden emocional extremo y lo tragicómico de la situación fueron las herramientas que Dios usó para sacarme de mi letargo, de mi profunda tristeza y la desesperanza. Yo no quería ser otra Rosario en la lista de residentes de aquella vieja casona enrejada. Cada acto de ella, cada intento por huir a la calle y aquella mirada insondable me alejaban más de ella acercándome a la esperanza, a mis afectos, a la vida que continuaba afuera ajena a las decenas de tragedias personales en aquella clínica. El psiquiatra que se ocupaba de mi caso, me aseguró con una sonrisa que, al igual que yo, Rosario se recuperaría y retomaría una vida normal junto a su familia. Tengo el presentimiento de que así fue, pero al mirar una vez más la foto en cuestión, el pasado de Rosario y el mío he lamentado mucho que esta joven mujer no haya tenido nuestra misma suerte.
Namasté
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